miércoles, 20 de febrero de 2013

"Hago lo que me dicta la razón, la justicia y la prudencia, y no busco glorias, sino la unión de los americanos y la prosperidad de la patria". Manuel Belgrano

A 200 años, hoy se recuerda la gesta liderada por Manuel Belgrano con el Ejército del Norte 

en Campo Castañares, al norte de la Ciudad de Salta, el 20 de febrero de 1813, cuando el 

país peleaba por su independencia.


Allí, el general derrotó por segunda vez a las tropas Realistas del Brigadier Juan Pío Tristán y 


garantizó el control del gobierno rioplatense sobre gran parte de los territorios del antiguo 

Virreynato del Río de la Plata recuperando, provisoriamente, el control del Alto Perú. Además 

alzó por primera vez en batalla la bandera celeste y blanca con un sol en el centro.

Hoy recordamos la batalla de Salta como un hito histórico de victoria de los revolucionarios y


reivindicamos más que nunca nuestro apoyo a este proyecto político. 


"Hago lo que me dicta la razón, la justicia y la prudencia, y no busco glorias, sino la unión de 


los americanos y la prosperidad de la patria". Manuel Belgrano.




domingo, 17 de febrero de 2013

Bernardino Rivadavia, paradigma del liberalismo porteño


Bernardino Rivadavia constituye, sin dudas, el paradigma más fiel del liberalismo argentino. Secretario del Primer Triunvirato, arquitecto del naciente Estado de Buenos Aires entre 1821 y 1824 y presidente de la Nación entre 1826 y 1827, Rivadavia definió a través de su gestión la matriz de la dependencia nacional que sería retomada por Bartolomé Mitre a partir de 1861. A tal punto llegó la admiración del fundador deLa Nación y padre de la historia oficial argentina, que no dudó en caratularlo como “el más grande hombre civil de la tierra de los argentinos”. El título, desde la particular valoración de Mitre, era ampliamente merecido, ya que Rivadavia sintetizó a través de su acción una serie de ítem generosamente valorados por el liberalismo oligárquico: vocación colonial, corrupción, entrega del patrimonio nacional, distanciamiento de las naciones hermanas, sumisión de las provincias a la hegemonía porteña, dependencia respecto del Imperio Británico, disciplinamiento de las clases subalternas, represión de la oposición...
Ya que un personaje tan relevante para la historia de la dependencia argentina merece un trato pormenorizado, abordaré aquí la primera parte de su trayectoria, desde su nacimiento hasta su salida de la administración provincial, en 1824.
Primeros pasos. Bernardino de la Trinidad González Rivadavia y Rivadavia nació en Buenos Aires en 1780. Hijo de un comerciante español, cursó estudios, aunque sin concluirlos, en el Real Colegio de San Carlos. Durante las Invasiones Inglesas participó como teniente del Cuerpo de Voluntarios de Galicia y, poco después, contrajo enlace con la hija del exvirrey Del Pino, Juana. Estas acciones, sumadas a un escaso compromiso con la causa revolucionaria, condujeron a su deportación por parte de la Junta Grande, bajo la acusación de “españolista”. A consecuencia del golpe institucional que permitió instalar el Primer Triunvirato (1811), Rivadavia retornó a Buenos Aires, asumiendo la Secretaría de Guerra, desde donde se desempeñó como el conductor de hecho del nuevo emprendimiento político. Su gestión estuvo marcada por la persecución de la oposición y por una significativa resignación de las expectativas revolucionarias, la desautorización de la Bandera creada y hecha jurar por Belgrano a orillas del Paraná, en 1812, y la definición de una estrategia de guerra que, en caso de haber sido respetada, hubiera significado seguramente la pérdida del NOA. Sin embargo, Manuel Belgrano desconoció sus órdenes y obtuvo la trascendental victoria de la batalla de Tucumán, que no sólo significó el inicio del repliegue de los invasores, sino también el disparador para el levantamiento del 8 de octubre de 1812, liderado por la Logia Lautaro y la Sociedad Patriótica, que puso fin a la nefasta experiencia del Primer Triunvirato. Una vez más, Rivadavia fue detenido y deportado. A continuación, se procedió a crear el Segundo Triunvirato, con el encargo de convocar a una Asamblea Constituyente para avanzar sin dilaciones en la sanción de la independencia nacional.
Sin embargo, el alejamiento de Rivadavia de Buenos Aires sería sólo momentáneo. Las noticias que llegaban de Europa sobre la debacle de las tropas napoleónicas en Rusia y en España auguraban el ocaso del proyecto hegemónico de Bonaparte, una pronta recuperación de la corona por parte de Fernando VII y la imposición de un liderazgo inglés sin contrapesos en Occidente. En sintonía con estos cambios, y bajo el liderazgo de Carlos María de Alvear, la Asamblea del Año XIII archivó su cometido inicial y se limitó a sancionar diversas medidas con el fin de organizar la administración y garantizar la gobernabilidad, entre las que se destacaron la creación de un nuevo ejecutivo –el Directorio Supremo–, la aprobación de un nuevo sistema de pesos y medidas y del Escudo Nacional y la proclamación de la libertad de vientres. Mientras tanto, la cuestión de la independencia era excluida de la agenda pública. En su reemplazo, se envió una misión a Europa, en 1814, compuesta por Manuel Belgrano y el ahora “recuperado” Rivadavia, con el fin de conseguir la aprobación de algún candidato de la nobleza europea para ser consagrado como monarca en el Río de la Plata.
Si bien el proyecto fue desactivado debido al veto inglés, todavía en junio de 1816 Rivadavia se dirigía a FernandoVII en los siguientes términos: “Como la misión de los pueblos que me han diputado se reduce a cumplir con la sagrada obligación de presentar a los pies de Su Majestad las más sinceras protestas de reconocimiento y vasallaje, felicitándole por su venturosa y deseada restitución al trono y suplicarle humildemente que se digne, como padre de sus pueblos, darles a entender los términos que han de reglar su gobierno y administración.” Un mes después, el Congreso de Tucumán proclamaba la Independencia nacional...
La extensa estadía europea de Rivadavia le permitió cosechar importantes contactos políticos y sociales, al tiempo que reconvertía su anterior hispanismo en una decidida militancia pro-británica. Para ello resultaron vitales su vinculación con el filósofo francés Destutt de Tracy, que lo inició en el liberalismo conservador de Benjamin Constant, y con el utilitarista inglés Jeremy Bentham. Pero el acercamiento de Rivadavia con el establishment anglo-francés iría mucho más allá, a punto tal de provocar su expulsión de Madrid por disposición de Fernando VII. Rivadavia se mantuvo durante bastante tiempo en Europa, participando activamente de conspiraciones políticas en beneficio de pretendientes a ocupar las monarquías francesa y española, en el agitado escenario de la Europa post napoleónica.
Las “Reformas Rivadavianas”. La batalla de Cepeda, en 1820, clausuró el orden político nacional del Directorio, propiciando la consolidación de las autonomías provinciales en nuestro país. Buenos Aires debió afrontar entonces la creación de un Estado Provincial, aunque la empresa no resultó sencilla, ya que en pocos meses desfiló una decena de gobernadores que no consiguieron sostenerse en su cargo. Finalmente, en 1821, el nuevo titular del ejecutivo provincial, Gral. Martín Rodríguez, decidió convocar a Rivadavia para hacerse cargo del estratégico Ministerio de Gobierno y RR.EE. de la provincia. Tal como había sucedido en su anterior paso por la gestión pública, Rivadavia opacó con su desempeño al gobernador provincial, adquiriendo un rápido liderazgo sobre una Sala de Representantes compuesta por mitades por comerciantes y ganaderos. La acción de Rivadavia apuntó a reorganizar la provincia bajo el control de comerciantes locales e ingleses, como paso previo para la imposición de una hegemonía portuaria sobre el resto del país. Para entonces, poco quedaba del “españolista” deportado por la Junta Grande, ya que sus medidas políticas, sociales y culturales se enfocaron a crear las condiciones apropiadas para la inclusión del Río de la Plata como satélite del Imperio Británico en expansión. Las denominadas Reformas Rivadavianas incluyeron la organización de los poderes provinciales, la reducción de los gastos del Estado, que implicó una reducción del número de civiles en las tropas –reemplazados por gauchos desocupados reclutados por la fuerza– y la baja de los oficiales opositores. A fin de centralizar el poder, se dispuso la supresión de los Cabildos de Buenos Aires, San Nicolás de los Arroyos y Luján. Asimismo, se crearon la Bolsa Mercantil y del Banco de Descuentos, antecedente del Banco Provincia, que fue puesto en manos de financistas británicos y criollos, con las funciones de emitir moneda y otorgar préstamos a corto plazo. También aprobó la expulsión de las órdenes religiosas y la estatización de sus propiedades, y la creación del Colegio de Ciencias Morales y la Universidad de Buenos Aires. Para fomentar el establecimiento de europeos en el Río de la Plata, se formó una Comisión de Inmigración. En política exterior, se abandonó la lucha revolucionaria, aislando a los ejércitos de San Martín y de Güemes, quienes se vieron librados a sus propios medios para continuar con la gesta por la independencia americana.
Las reformas incluyeron la sanción de una ley de “sufragio universal”, que era en realidad bastante restrictiva, ya que excluía a jornaleros, domésticos y empleados, y mereció la condena de Manuel Dorrego, quien sostuvo que estaba orientada a dejar los destinos del país en manos de un estrecho número de comerciantes y capitalistas, entronizando a la “aristocracia del dinero”, que ya tenía el control del Banco y de la Bolsa.
Otras dos medidas se vinculan directamente con prácticas de corrupción y tendrán importancia decisiva en la formación de la oligarquía argentina: el empréstito contratado con la Baring Brothers y la Ley de Enfiteusis. En 1822, la Sala de Representantes de Buenos Aires autorizó a Rivadavia a gestionar un empréstito con la Baring por 1 millón de libras esterlinas, para construir un puerto, un sistema de aguas corrientes y fundar pueblos. Ninguno de estos objetivos se concretó, y la iniciativa se convirtió en un gigantesco acto de corrupción en beneficio de una minoría acomodada. Las tierras públicas, hipotecadas como garantía de pago, fueron asignadas en posesión a legisladores y actores próximos a Rivadavia, a través de la Ley de Enfiteusis, a cambio del pago de un canon prácticamente teórico. En lo referido al empréstito Baring, basta con puntualizar que, de la suma de 1 millón de libras por la que fue contratado, sólo llegaron al país 570.000, la mayoría en letras de cambio sobre casas comerciales británicas en Buenos Aires que eran propiedad de los intermediarios, los hermanos Parish Robertson, Braulio Costa, Juan Pablo Sáenz Valiente, Félix Castro y Miguel Riglos, quienes además recibieron por sus servicios una comisión de 120.000 libras. El empréstito se terminó de pagar en 1904 y en total, se abonaron 23.734.766 pesos fuertes...
En 1824, al concluir la gestión de Martín Rodríguez, Rivadavia abandonó provisoriamente la gestión pública para trasladarse a Inglaterra, decidido a facilitar nuevas iniciativas en el camino delineado por el acuerdo con la Baring. Para entonces, su obra ya le había ganado la condición de prócer del liberalismo argentino, y eso que aún no había alcanzado la presidencia.

viernes, 15 de febrero de 2013

¡Memoria, Verdad y Justicia! Sentencia de Mar del Plata causa Naval II






Sentencia de Mar del Plata causa Naval II (69 víctimas y 16 imputados)

- 7 condenas perpetuas: 
1. Alfredo Manuel Arrillaga (Inteligencia Ejército)
2. Juan Jose Lombardo (capitán de Navío)
3. Raul Alberto Marino (capitán de Navío)
4. Roberto Pertusio (capitán de Fragata)
5. Jose Omar Lodigiani (capitán de Fragata)
6. Rafael Alberto Guiñazú (capitán de Fragata)
7. Mario José Forbice (capitán de Navío)

-Otras:
8. Justo Alberto Ignacio Ortiz: 25 años (capitán de Fragata)
9. Juan Eduardo Mosqueda: 14 años (Prefectura)
10. Ariel Macedonio Silva: 10 años (Prefectura)
11. Julio Cesar Falcke: 14 años (marino)
12. Angel Narciso Racedo: 12 años (Suboficial de inteligencia de Marina)
13. Juan Carlos Guyot: 3 años (abogado Armada)

*Durante la instrucción de la causa murieron dos de los represores imputados , el marino Juan Carlos Malugany y quien fuera jefe de la Subzona XV del Ejército Pedro Barda, considerado el máximo responsable en esta ciudad del accionar del terrorismo de Estado. Además se encuentra incapacitado Aldo Máspero del Ejército.

Fueron querellantes la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Mar del Plata, Asociación Abuelas de Plaza de Mayo Filial Mar del Plata, Secretaría de Derechos Humanos de la Provincia de Buenos Aires, Secretaría de Derechos Humanos de Nación y querellas particulares.

¡Memoria, Verdad y Justicia!

Habemus Papam


miércoles, 13 de febrero de 2013

Las similitudes y diferencias entre Sarmiento y Rául Scalabrini Ortiz

Por Norberto Galasso


El 14 de febrero resulta una fecha interesante con distintos significados. Si estuviésemos en período lectivo, seguramente docentes y alumnos la festejarían como el  14 de febrero de  1811, fecha del nacimiento de Domingo Faustino Sarmiento, mientras la militancia del campo nacional la remitiría al 14 de febrero de 1898, día en que llegó  a este mundo Raúl Scalabrini  Ortiz (aunque en algunas biografías se ha cometido la errata de darlo por nacido el  14 de abril).
 Esta  coincidencia parece una picardía de la Historia porque en el aspecto ideológico el antagonismo entre ambos es notable e  incluso muestran divergencias en  sus caracteres picológicos, aunque también es cierto que los simplificadores de la historia argentina han agravado las distancias entre ellos, acentuando divergencias y ocultando algunas coincidencias. 
Sarmiento irrumpió en nuestra historia a gritos, a empujones, a trompazos, proclamando furiosamente que era “Yo”, el “don Yo” que había destruido a  “la barbarie federal” y el “don Yo” que se anticipaba al futuro, en medio de un ámbito político mediocre. Y estuvo en todas, con su vozarrón, insultando, bramando sus tremendos juicios antipopulares en  frases agraviantes y belicosas. Fue hombre del mitrismo en los años  cincuenta y después, al llegar a la presidencia, gobernó teniendo al mitrismo como principal antagonista y lo reprimió con las armas en 1874 para imponer su sucesor, Avellaneda. Fue también legislador y  ministro y pretendía una segunda presidencia. Promovió la inmigración pero luego la vituperó en La condición del extranjero en América juzgándola inferior al nativo, libro que la Historia Oficial ha escamoteado. Fue elitista, pero defendió con ardor la igualitaria Ley 1420 de enseñanza laica. Octavio Amadeo lo dibujó en pocos trazos: “Era ejecutivo y feroz frente a la anarquía... No participó en la ejecución del Chacho pero lo hubiera hecho con  placer... Era jactancioso y provocativo, sacaba la lengua  y se golpeaba la boca, Lanzaba su mala palabra y se ponía su penacho de piel roja, con cascabeles y plumas, carnavalesco y sublime... Contribuía a cimentar la fama de su desequilibrio su popular vanidad” (“Por fin entre nosotros, le dijeron en el manicomio cuando lo visitó como presidente"). “Tenía una vanidad proverbial y candorosa... Su aspecto es plutónico, parece que hubiera brotado de alguna rajadura de la tierra... No es difícil imaginarlo  desprendiéndose de los árboles para cometer violencias en la selva... Habla con desenfado, con los botones desprendidos, sin pedir excusas... Su audacia es frenética; su esperanza, obcecada... Allí va el viejo loco, de grandes orejas y labios gruesos, gesticulando”...
Fue indiscutiblemente un gran prosista pero también un gran imaginativo, por no decir mentiroso,  que llenó su Facundo -según él mismo lo confesó en carta a  Paz- “con  mentiras puestas a designio” y no tuvo sensatez en  sus debates, donde combinó bastonazos y puteadas. Quiso crear una Patria -ello explica, después de 1868, su enfrentamiento con el mitrismo- como si su corazón albergara una pasión nacional, pero su cerebro respondía a una concepción colonial. Por eso, por su prédica de “civilización o barbarie”, ensalzando al opresor y denostando al nativo, su retrato ocupó hasta los últimos rincones de todas las escuelas del país convertido en semicolonia inglesa. 
Scalabrini llegó después, 87 años más tarde. Y nunca pretendió ser “don Yo” sino “uno cualquiera que sabe que es uno cualquiera”. Fue poeta, boxeador, agrimensor, periodista, hombre de la noche porteña que indagaba en la filosofía de El hombre que está solo y espera, hasta que la crisis económica del 30 le permitió descubrir el  vasallaje que sufría la Argentina. Él, que seguramente había recibido en los colegios la leyenda mitrista sustentada en la opción que había predicado Sarmiento, rompió lanzas con aquella enseñanza: “Todo lo que nos rodea es falso e irreal, falsa la historia que nos enseñaron, falsas las creencias económicas con que nos imbuyeron, falsas las perspectivas mundiales que nos presentan, falsas las disyuntivas políticas que nos ofrecen, irreales las libertades que los textos aseguran”. Y dijo más: “Hay que volver a la realidad y para ello exigirse una virginidad mental a toda costa y una resolución inquebrantable de querer saber exactamente cómo somos”. Así impugnó a la superestructura cultural  montada por la oligarquía a la cual el sanjuanino -más de una vez peleado con los estancieros- había aportado su “civilización y barbarie”.
Pero ya en los años treinta era imposible hacerse oír a gritos, como en la época de Sarmiento. Había que investigar, descubrir “la tela de araña metálica (los ferrocarriles) que aprisionaba a  la república” y decirlo modesta, pero enérgicamente, en un sótano de  Lavalle  1725 donde funcionaba FORJA. No era posible transgredir la ideología oficial desde los grandes diarios  donde el mismo Scalabrini había ejercido como periodista, sino sólo hacerlo en un semanario de escaso tiraje: Señales, en cuadernos y volantes entregados en mano y de vez en cuando, desde la tribuna esquinera, montada sobre cajoncitos de cerveza. 
Con la nueva concepción nacional no era posible llegar a   legislador, ministro o presidente, como el sanjuanino, ni meterse en el barullo  de la política llevándose todo por delante. Había  que trabajar pacientemente, pero rechazando  los cantos de sirena del sistema, comprometerse con la verdad recién revelada aún sabiendo que ello significaba suicidarse para las condecoraciones municipales, los premios de cultura, los sillones de las Academias, las redacciones de los grandes diarios “Y me suicidé... Para vivir, era indispensable matar todo lo que constituye para los hombres normales una manifestación de vida: la lucha de posiciones, el éxito, la pequeña vanidad, la pequeña codicia, el pequeño engreimiento... Matar todo eso es como suicidarse... y quedé convertido en puro espíritu (en “maldito” para el sistema semicolonial)... Las demoníacas potencias del imperialismo británico serían ya inermes para mí... Pero no hay derrota que pueda desalentarme”. Así aceptó el ostracismo, el silenciamiento, las urgencias económicas, para poder dar su verdad en la conferencia barrial, en el diario de escasa circulación, en la conversación de la mesa de café. 
Como alguien enseñó alguna vez, quizá Scalabrini Ortiz estaba seguro de la “inevitable irradiación de las ideas necesarias” y por eso sintió como propio del  17 de octubre de  1945: “Era el subsuelo de la Patria sublevado... Lo que  yo había soñado e intuido durante muchos años estaba allí presente, tenso, multifacetado, pero único en el espíritu conjunto. Eran los hombres que están solos y esperan, que iniciaban sus tareas de reivindicación”. 
Pero no le interesaba personajear, ni trepar a los cargos, ni obtener aplausos ni prebendas, ni inflar su yo. Por eso no aceptó cargos al triunfar el peronismo. Prefirió aportar desde el llano, desde donde pudiera, como un místico de la política, como un argentino auténtico. Por eso, también mantuvo su espíritu crítico. 
Entendió que el peronismo erraba algunas veces pero lo expresó en el círculo íntimo. La crítica pública favorecería a la derecha que quería volver al viejo país. Él no se dejó envolver en abstracciones como Sarmiento, sino que entendió que a veces no se puede avanzar tanto como se desea porque enfrente está el enemigo que quiere volver: “Hay muchos actos y no de los menos trascendentales por cierto, de la política interna y externa del General Perón, que no serían aprobados por el tribunal de las ideas matrices que animaron a mi generación. Pero de allí no tenemos derecho a deducir que la intención fuese menos pura y generosa. En el dinamómetro de la política,  estas transigencias miden los grados de coacción de todo orden con que actúan las fuerzas extranjeras en el amparo de sus intereses y de sus conveniencias”. Y reforzó la argumentación sosteniendo: “No debemos olvidar  en ningún momento –cualesquiera sean las diferencias de apreciación- que las opciones que ofrece la vida política argentina son limitadas. No se trata de  optar entre el general Perón y el Arcángel San Miguel. Se trata de optar entre el general Perón y  Federico Pinedo. Todo lo que socava a Perón fortifica a Pinedo, en cuanto él simboliza un régimen político y económico de oprobio y un modo de pensar ajeno y opuesto al pensamiento del país”.
Los dos murieron pobres. No hubo sucesión en el caso de Scalabrini y la casa que alquilaba  para él y su familia, después declarada monumento histórico, está hoy en manos de la usurpación legitimada por la dictadura genocida. Tampoco puede decirse que Sarmiento se hizo estanciero o tuvo un diario de larga vida, como en el caso de  Mitre, pero sí que la clase dominante usó su pensamiento colonial para, como dice Jauretche, “azonzarnos” y fue justamente Scalabrini, aquel “que pertenecía “a los de nadie y sin nada”, que había nacido  también un 14 de febrero, quien luchó indoblegablemente  para destruir  esa superestructura ideológica, es decir, la maquinaria de  azonzamiento, lucha que continuamos hoy  porque  todavía hay sarmientudos que son, por supuesto, los continuadores de lo peor de Sarmiento y negadores de sus aciertos.

jueves, 7 de febrero de 2013

Para una nueva discusión sobre nuestra historiografía académica

Por Grabriel Di Meglio


Hace 30 años, mientras se consumaba la derrota en Malvinas y comenzaba el derrumbe de la Dictadura, empezó el lento diseño de un nuevo campo historiográfico académico que se impondría a mediados de los 80. Sus características son conocidas. Se fundaron en la voluntad de homologar a la producción de historia en Argentina con las de las historiografías académicas de otros países, estableciendo criterios “científicos” (de las Ciencias Sociales) para evaluar lo calidad de un texto, como la presentación de la evidencia en el escrito, explicitación de un estado de la cuestión, rigurosidad en el análisis y distancia crítica con el objeto de estudio. Se seleccionó una “historiografía tradicional” con la que se discutiría para construir el nuevo conocimiento y se redujo a otras corrientes –como el Revisionismo– a la categoría de “fuentes”. En cuanto al formato de exposición, la renovación historiográfica se alejó mayoritariamente de la tradición de contar los hechos de manera cronológica e incluso abandonó cualquier tipo de relato clásico para buscar una presentación temática, sobria y sin pretensiones narrativas. Nuevos temas, nuevas perspectivas, nuevas metodologías fueron claves de una operación que indudablemente fue exitosa y dio lugar a avances impactantes.

Treinta años después del nacimiento de este campo historiográfico, algunos de quienes allí nos formamos y desempeñamos laboralmente, y que estamos identificados con él, nos planteamos, a la luz del paso del tiempo pero sobre todo de la coyuntura que vivimos, la necesidad de discutir algunas de esas marcas, como señaló Daniel Sazbón en la entrada “Cruces” que abrió este blog. Obviamente, de tanto en tanto se han discutido los rasgos de este campo (recuerdo en particular el "Manifiesto de octubre" de 1996), pero hoy es importante volver a hacerlo porque hay un desfasaje entre algunas de sus marcas fundacionales y nuestra realidad. De hecho hay cambios en marcha: por ejemplo, y afortunadamente, la narración, la antiquísima función de contar historias, está regresando lentamente a la legitimidad académica.

En este texto quiero señalar otro punto, de los varios posibles, para plantear una discusión sobre la matriz del campo historiográfico y su legado, atendiendo a la tendencia predominante en la producción que se ha ocupado de Argentina, que es lógicamente la más importante entre las que muchas que existen en el país. Para ello haré un enorme reduccionismo, que debería ser matizado si éste fuera un texto académico. Pero no lo es y por eso paso por encima de grandes excepciones a lo que planteo. Además, lo que escribo se centra en Buenos Aires y soy consciente de que no ha sido igual en todo el país, pero sí es evidente que mucho de lo realizado en la Capital influyó fuertemente en otros espacios.

Cuando era estudiante en la carrera de historia de la UBA, en los años 90, se solía criticar de la historiografía imperante su “despolitización”. Claramente, la producción académica no tiene por qué estar alejada de los posicionamientos políticos en la misma obra, como es evidente al echar una mirada sobre lo que ocurre en EEUU, Inglaterra o Francia, lugares que han influido en la “puesta a punto” local de los 80. Sin embargo, la operación posdictatorial llevó en Argentina a una búsqueda de asepsia cientificista, que alejó a la historiografía académica de la tradición de historia militante de décadas previas y marcó un corte profundo con ella. Las críticas por la supuesta “despolitización” provenían sobre todo de quienes añoraban esa historia militante, convertida en un fetiche y en una carga pesada: para algunos los historiadores debían ser “intelectuales comprometidos”, fundamentalmente con la revolución. Como toda imposición, tal postura generaba menos entusiasmo que culposo desgano y además reincidía en el cliché de considerar a los “intelectuales” no como trabajadores, como gente normal, sino como una casta portadora de una misión trascendente (el viejo elitismo de la vanguardia). Visto el problema desde 2012, bienvenido quien quiera hacer una historia militante y bienvenido quien no; uno de los pocos puntos en los que en mi opinión vale la pena adoptar una posición liberal.

Volviendo a la “despolitización” de los 80, hay que sostener que ella en verdad no existió. Fue tan rotundo el éxito de la operación reorganizadora del campo, que la “repolitización” realizada logró hacerse carne de tal modo que en frecuentes charlas con colegas surge que muchos piensan que realmente la historiografía académica busca la neutralidad. Es decir, todos aceptan en general que la objetividad no existe, pero esto no se señala abiertamente en los textos. Ello se debe en buena medida al amplio triunfo de una perspectiva que ha eludido posicionamientos explícitos pero se ha sostenido en supuestos políticos que siguen siendo sólidos: ataque a los autoritarismos del pasado, condena de las violaciones históricas de los DDHH, celebración de la democracia y la tolerancia, mirada positiva sobre los procesos de modernización.

En función de los dos primeros puntos se puede entender que una historiografía muy cuidadosa de realizar juicios explícitos sobre el pasado pudiera criticar sin tapujos –y con profusión de adjetivos– a las dictaduras o a personajes como Uriburu y Onganía. En cambio, si alguien tenía una mirada adversa sobre el peronismo, el comunismo, el sindicalismo, sobre Rosas o Mitre, no la explicitaba en lo posible en el texto, ni con afirmaciones contundentes ni con adjetivos reprobatorios. Hacer esto último se convirtió en algo mal visto. Por supuesto, la visión del autor permeaba en los textos, pero quien la postulaba se cuidaba de no ponerla de manifiesto. El éxito de esta práctica hizo que personas que difieren políticamente hayan encontrado un terreno de acuerdo en el pasado. Las discusiones que uno puede mantener con colegas sobre el presente son menos duras o incluso nulas en los fuertes consensos que priman en la mirada histórica. La profesionalización del campo, las formas, contribuyen a ello, y ciertamente no es lo mismo cuando se opina en un bar sobre un asunto actual que cuando se realiza un análisis de una cuestión siguiendo las pautas disciplinares. Pero el eludir la política es sólo una cortina de humo: ella está presente de todos modos.

Esto se aprecia en los otros puntos que señalé de la mirada impuesta en los 80. Empiezo por la valorización de la democracia y la tolerancia. Ella dio lugar a la construcción de un modelo ideal, sostenido en la conjunción de lo que puede llamarse una actitud “socialdemócrata” con otra “liberal” –en Argentina muy emparentadas– por la cual una de las formas posibles de democracia fue transformada en la única válida. A partir de ese modelo se han interpretado y de hecho juzgado frecuentemente el pasado y el presente del país. Desde allí, varios temas, pero en particular la cuestión del peronismo, del populismo, han sido presentados –en general no explícitamente– como un problema, una desviación del modelo. Hace poco Pablo Palomino definió –en una conversación que tuvimos– a esta mirada como “normativa”: ver las cosas como deberían ser o haber sido y no como son o fueron. Pensar desde ahí. Y eso no contribuye a entender una realidad o a comprender el pasado. En ese sentido se expresaba en 1993 Eduardo Rinesi (enSeducidos y abandonados), cuando se quejaba de la insistencia en abordar al peronismo como un “enigma”, en suma una anomalía. Que corresponde además a una normalidad inexistente, una construcción abstracta: aquella en la que imperan la libertad individual plena, la división de poderes incontaminada de intereses, la tolerancia y la protección social. Un lugar así, claro, vive sólo en la imaginación. Obviamente todos tienen derecho a soñar con él, el problema es tratar a lo que no se ajusta a ese modelo como  una "oportunidad perdida" o como algo imperfecto, fracasado, descarriado; operación que se hace habitualmente, pero de manera soterrada. El viejo estigma del eurocentrismo sigue allí, casi incólume. Y esto ocurre muchas veces inconscientemente. Está tan arraigada la idea de que ese debe ser el punto de llegada, que para algunos no parece evidente que forman parte de tal concepción historiográfica.

Es tal vez por eso –especulo y para dar un ejemplo– que la derecha nacionalista, de un desarrollo importante en Argentina pero de menor peso concreto que otras tendencias políticas, haya recibido más atención historiográfica que la derecha liberal, tanto más decisiva –y en los hechos tanto más perjudicial para la mayoría de la sociedad– en la historia del país (la línea que va del roquismo a Agustín Justo, Aramburu y Videla, Martínez de Hoz y Cavallo).

Finalmente, la cuestión de la modernización. En general ha existido en la historiografía forjada en los 80 la tendencia a ver con buenos ojos la novedad, a distinguir los avances de la democracia, la individuación, la tolerancia frente a posturas muchas veces presentadas como “conservadoras” o “tradicionales”, términos claramente peyorativos. El problema es que el ensalzamiento de algunos aspectos oculta otros. Presento un ejemplo: en 1826 los unitarios impulsaron la libertad de cultos en Argentina y frente a ello Facundo Quiroga, convertido al federalismo, levantó la bandera de “religión o muerte”. El panorama parece claro: una actitud conservadora frente a una medida liberal por excelencia. El problema es que si se le da un sentido positivo a esta medida liberal, algo indiscutible desde el hoy, eso puede llevar a considerar que el grupo modernizador tuvoen general una actitud más positiva, constructora de progreso. Ahora bien, al analizar la actitud de los unitarios respecto de las clases populares y compararla con la de los “tradicionales” federales –cómo atendían unos y otros a los intereses populares– el lugar de la positividad se modifica (salvo que se juzgue como demagógica una construcción política con apoyo popular, algo que de tanto en tanto se sigue lamentablemente deslizando…). Tal como advirtió Elías Palti (en “La modernidad como problema”), la asociación de modernidad con democracia e individualismo y de tradición conorganicismo y autoritarismo lleva al teleologismo y a consideraciones ahistóricas. Agregaría que enamorarse de lo evolutivo, de cualquier modernización, puede alejar al observador de la experiencia de los seres humanos que experimentaron ese proceso. Como ha ocurrido con el modelo agroexportador consolidado a fines del siglo XIX, muy duro para los de abajo y creador de una enorme desigualdad social decisiva para el futuro argentino, que fue sin embargo gratamente recordado por muchos historiadores en ocasión del Bicentenario.

E incluso apreciaciones sobre fenómenos similares del pasado no han sido ecuánimes, pese a su pretensión. En los últimos treinta años se remarcaron, con razón, los rasgos autoritarios y los crímenes políticos del rosismo, pero la mirada fue en general más exculpatoria con los dichos y hechos de Sarmiento sobre las clases populares o con las atrocidades cometidas por los roquistas tras la Conquista del Desierto, atenuadas retrospectivamente en nombre de comprender que en el contexto esas cosas eran lógicas (pero por alguna razón lo eran menos las cometidas por el rosismo, tal vez por “tradicional”, tal vez por “proto-populista”). En 1841 un ejército porteño –comandado por un oriental– devastó el interior contrario a Rosas; en 1862 otro ejército porteño –comandado por un oriental– devastó el interior contrario a Mitre (contra ambas incursiones combatió el Chacho Peñaloza), pero en esta segunda oportunidad se presentaba como “ejército nacional” y los desastres por él cometidos, que nadie obviamente reivindica, se mitigan un poco –implícitamente– en algunas miradas, debido a que el objetivo era la organización, la modernización. Ella, como valor, da lugar a evaluaciones diferentes sobre hechos casi idénticos.

No me parece que lo mejor sea buscar una verdadera ecuanimidad sino, tal vez, explicitar algunos posicionamientos y simpatías en el pasado, algo que no va en contra de la rigurosidad ni mucho menos. No digo, claro está, que alguien tenga que tomar partido por unitarios o federales (aunque si quiere hacerlo, no está mal, como señaló Ezequiel Adamovsky en el nº 8 de la revista Nuevo Topo), pero sí que haga más explícitas sus inclinaciones (no negarlas a rajatabla). Porque ellas existen, están siempre presentes. Ello puede ayudar a superar esa suerte de mirada “progresista”, hija de los 80, que ha mostrado fisuras claras desde el 2001 pero sigue siendo una matriz sólida. Mantener todo lo provechoso que la recomposición del campo historiográfico académico ha aportado no implica conservar esa perspectiva, que es problemática y en particular no es adecuada para entender el presente. Necesitamos, una vez más, hacer una discusión sobre nuestra historiografía académica.

lunes, 4 de febrero de 2013

Historia y política



Teodoro Boot

En un comentario lateral en su columna de Página 12 del sábado 2 de febrero, a raíz de la atención con que la multitud escuchó en Plaza de Mayo al juez Eugenio Raúl Zaffaroni, a la historiadora Araceli Bellota y al periodista Hernán Brienza disertar sobre la Asamblea de 1813, dice Luis Bruschtein: “Para la militancia de otras épocas, la historia no era un tema muy valorado pero ahora se convirtió en uno de sus eslabones más fuertes”.

La afirmación obliga a una reflexión en torno a las relaciones entre política e historia, ya que “otras épocas” es una datación ciertamente imprecisa, por no mencionar que “la militancia” es un sujeto demasiado genérico. ¿En qué épocas y para qué militancia la historia no era un tema muy valorado? 

Pongamos un caso: durante la década del 30, la mayoritaria militancia radical y la muy minoritaria militancia nacionalista hacían de la historia el eje de sus disputas políticas y hasta de los combates callejeros que los enfrentaban, mientras que para las distintas variantes de la izquierda no era, en efecto, un tema valorado: el internacionalismo a ultranza de los anarquistas, la impronta justista y liberal del socialismo y la defensa de la Unión Soviética como leit motiv de las estrategias del Partido Comunista, volvían a la izquierda ajena a las tradiciones populares argentinas y, en consecuencia, a su historia y su política: habría que esperar años, no ya que la militancia, sino tan sólo un puñado de intelectuales de izquierda comenzaran a cuestionarse la concepción mitrista de nuestra historia de la que abrevaban y a la que el Partido Socialista aún adscribe. De hecho, el desinterés por la historia nacional explica en gran parte la ausencia de arraigo en las clases populares, proverbial a la izquierda argentina.
Si los nacionalistas, en su mayor parte aristocratizantes, hacían de la revisión de la historia mitrista su razón de ser y fundamento, en el caso del núcleo más activo de la militancia radical, la permanente apelación a la historia crítica funcionaba como justificación, orientación e instrumento de debate hacia el interior y el exterior del radicalismo. Es entonces y a partir de este núcleo de militantes que comienza a prefigurarse la corriente, revisionista primero y político‑ideológica después, que podría denominarse “nacionalismo popular”, la presidenta llama “nacionalismo democrático” y los cientistas sociales, tanto críticos como adherentes, califican de “populismo”.
Con la consolidación del peronismo en el gobierno hay, curiosamente, un distanciamiento de la historia, al menos de una historia crítica de la versión oficial, cuyo propósito fue y sigue siendo, justamente, producir ese distanciamiento: el sentido de la falsificación histórica no ha sido tanto enaltecer una línea para denostar otra, como volver a la historia ajena a nuestra vida política y a nuestras realidades presentes.
El distanciamiento de la primigenia “militancia” peronista tiene doble recorrido y varias causas. La principal, la irrupción de un numeroso activismo obrero en su mayor parte sin tradición política o inscripto en las tradiciones de la izquierda, y la “deshistorización” a designio del propio régimen, cuya fuerza política, paradójicamente, se iba conformando a partir de cuatro tradiciones: la radical, la nacionalista, la conservadora y la de la izquierda en sus varias versiones. Historiadores y publicistas como José María Rosa, Ernesto Palacio, Arturo Jauretche, Fermín Chavez, Raúl Scalabrini, Rodolfo Puiggros, Jorge Abelardo Ramos, Juan José Hernández Arregui, no eran intelectuales de gabinete sino, más que nada y antes que nada, militantes políticos.
Durante la década peronista, una nueva militancia se fue cociendo en un caldo que había incorporado esos diferentes ingredientes mientras para el peronismo oficial la historia era una constante apelación a un patriotismo sanmartiniano, genérico, anodino y ecléctico, evidente en los nombres impuestos a los diferentes ferrocarriles al ser nacionalizados y en el posterior culto a la personalidad, demostración de que para el peronismo gobernante la única tradición valedera estaba en sí mismo.
El retorno a la historia de la militancia mayoritaria comienza con el golpe de estado de 1955 y mediante un doble movimiento: por un lado, los cuadros medios y dirigentes de base que encabezaron la resistencia adscribían a algunas de las formas del revisionismo histórico; por el otro, el empeño de la Libertadora en negar la experiencia peronista, en retrotraer el país a las épocas previas a la revolución de 1943, y su insistencia en inscribir al golpe  antiperonista en la “línea histórica Mayo‑Caseros”, despertó el interés de las clases populares por la historia argentina y, por reacción, fue el gran propagandista del revisionismo histórico: la clase trabajadora argentina y la militancia peronista se hicieron “rosistas” y contrapuso a Mayo‑Caseros la “línea histórica San Martín‑Rosas‑Perón”.
La militancia de izquierda, en tanto, seguía fiel a sus tradiciones a‑históricas, agravadas ahora por su adhesión al golpe de estado y su “línea Mayo‑Caseros”. En el radicalismo se imponían las corrientes más liberales, antipopulares y antinacionales, mientras mientras el peronismo iniciará un camino de alguna manera análogo al de la Forja de los años 30: la discusión de actualidad se torna inseparable del debate histórico y de la búsqueda de una tradición política popular y nacionalista. “Nuestro propósito fue evitar un nuevo Caseros”, dirá de la Resistencia Peronista César Marcos, numen del Comando Nacional. 
De ahí en más, el debate histórico no abandonará a la militancia peronista, al menos durante tres generaciones. Quien lea por primera vez algún escrito de John William Cooke descubrirá, tal vez con sorpresa, que el mentor del “peronismo revolucionario” dedica más páginas y mayor esfuerzo al análisis de la historia nacional que a su actualidad política. 
Por su parte, en 1959 Arturo Jauretche dará a conocer Política nacional y revisionismo histórico, librito que durante la década del 60 y principios del 70 será la Biblia de gran parte de la militancia peronista, y diez años después publicará un best seller de época: el Manual de zonceras argentinas, en el que historia y política se encuentran tan íntimamente relacionadas que su sólo intento de diferenciación esterilizaría a ambas.
A fines del 50 y principios del 60 los jóvenes militantes peronistas asistían concienzudamente a las clases de José María Rosa, historiadores de las más disímiles variantes del revisionismo encontraban cobijo en los sindicatos peronistas, Jorge Abelardo Ramos irá conformando una fuerza política tan imbricada con las luchas políticas del pasado argentino que sus militantes serán, en su totalidad, verdaderos historiadores. Y es poco después, entre mediados de los 60 y principios de los 70 que el rico debate dentro de lo que genéricamente se denomina revisionismo alcanza insólita popularidad con libros que son devorados por los jóvenes lectores: Rosa, Jauretche, Ramos, Puiggrós, Astesano, Chávez, Orsi, Spilimbergo, dialogan, polemizan y se influencian con Rodolfo Ortega Peña, Eduardo Luis Duhalde, Luis Alberto Murray, Salvador Ferla, Ernesto Goldar, Norberto D´Atri, Norberto Galasso, Hugo Chumbita, Gonzalo Cárdenas, Roberto Carri, los uruguayos Vivian Trías y Alberto Methol Ferré, los bolivianos Sergio Almaraz y Marcelo Quiroga Santa Cruz, los socialistas heterodoxos Gregorio Selser y Emilio J. Corbière o el no menos heterodoxo trotskista Milcíades Peña, todos sumergidos en el pasado en una febril búsqueda de una identidad nacional y una política popular. Nunca, como entonces, en la revisión del pasado se buscaban y encontraban las pistas para la comprensión y transformación del presente.
¿Qué fue la llamada “nacionalización de las clases medias” sino el encuentro con el movimiento nacional de una nueva generación, en su mayor parte proveniente de una tradición política ajena al pensamiento nacional? ¿Y cómo se produjo ese encuentro, sino a través del interés y la discusión de la historia patria?
La historia estaba presente, todo el tiempo, en la militancia del movimiento nacional. Desde aquella primera reacción contra la “línea Mayo‑Caseros” hasta la irrupción en la vida política de un grupo autodenominado “Montoneros”, en obvia referencia a las montoneras federales del siglo XIX, la relectura y el debate de nuestra historia fue inseparable de la militancia en al menos tres generaciones argentinas si, como Unamuno, consideramos “generación” a la minoría que por su intensidad, acción e influencia, da el tono a una época. Y es en ese sentido –con la sola y curiosa excepción de la década peronista–, que durante casi cincuenta años la historia fue un tema muy valorado por la militancia política, lo que, dicho sea de paso, supone que los militantes políticos fueran proto historiadores amateurs, pero de todos modos expertos o entendidos. Ocurría que, como quien escruta los astros, se buscaba en la historia señales del porvenir.
Se puede decir que, como muchas cosas, este fenómeno empezó a agonizar a partir de 1976, o acaso poco antes. Sin embargo, no deja de ser significativo que una de las escasas voces públicas de resistencia a la dictadura, la revista Línea, “la voz de los que no tienen voz”, editada por un grupo de jóvenes militantes políticos, fuera dirigida, no por un político, un filósofo, un literato o un sociólogo, sino por el más emblemático de los historiadores revisionistas: José María Rosa.

Si, a partir de entonces, la historia dejó de ser un tema valorado por la militancia política, no fue por desinterés o porque una cosa no se relacione con la otra, sino porque la política había dejado de ser nacional y el peronismo de ser popular. Con la vuelta del peronismo –o si se quiere, con la encarnación actual del movimiento nacional– a sus mejores tradiciones, es lógico y necesario que la nueva militancia política vuelva a buscar en la historia las señales de su presente y su futuro, prueba tal vez, de que suele haber en el instinto mayor sabiduría que en la razón o el discurso: la solidez y alcances de una política nacional radican menos en su “relato” innovador que en las raíces que la anclan en un pasado que no por pasado carece de vigencia, pues es posible reconocer en él similares problemáticas, dificultades, objetivos y fracasos.

Cuando la militancia vuelve a estar pendiente de la historia es señal que vuelve a estar atenta al presente, y es dañino o al menos erróneo, desligar a los movimientos políticos nacionales de las raíces que tan profundamente los unen en el pasado, porque es ahí donde están su identidad, su fortaleza y su futuro.

A 200 años del combate de San Lorenzo



 
En estos días, recordamos los doscientos años del triunfo logrado por las fuerzas de San Martín sobre los realistas, en San Lorenzo, aquel  3 de febrero de  1813. La ocasión es propicia para revisar algunas cuestiones "mal aprendidas" y acercarnos a la verdad histórica.
En principio, ¿quiénes y cuántos son esos granaderos? Eran alrededor de 120 que, según la historia mitrista provenían, en su mayor parte de "familias espectables de Buenos Aires", información que parece dudosa por varias razones. La primera, que San Martín  solicitó "300 jóvenes naturales (guaraníes) de talla y robustez que se traigan de las Misiones"; segundo, porque el parte de batalla, al finalizar el combate, indica que sobre 165 muertos, tres: son puntanos, dos: riojanos, dos: cordobeses, uno: francés, uno: santiagueño, dos: correntinos, uno: porteño, uno: bonaerense y como anticipo del carácter hispanoamericano de su campaña: dos son orientales y uno: chileno.(Ver: combate de San Lorenzo, de Fray Herminio Gaitán).
Este comentario puede ser tachado de baladí. Sin embargo, importa, no sólo para demostrar los débiles cimientos de la Historia Oficial, sino también para que se lo recuerde en las escuelas, especialmente  en aquellas adonde concurren niños pertenecientes a la clase media macrista que escuchan habitualmente en sus familias, los peores epítetos sobre "los negros", "los correntinos", "los  paraguas", etcétera.  Entonces, aprenderán que es muy común en nuestra historia que esos "negros" –que hablaban seguramente guaraní y se asemejan más a los paraguayos y a los bolivianos que a la gente blanca de Buenos Aires-– son los que se jugaron la vida, junto a San Martín,  para que algún día tuviésemos patria.
Otro hecho interesante es la participación en el combate de los milicianos santafesinos al mando de  Escalada (cerca de 80), quienes iniciaron el cañoneo desde el convento sobre los invasores y luego se replegaron,  provocando así el avance de los éstos, quienes quedaron encerrados por las dos columnas de granaderos que salieron sorpresivamente desde ambos lados del mencionado convento. San Martín los olvida en el primer parte al gobierno, pero luego, en otro posterior, reconoce "la actividad y celo de los jefes milicianos". También resulta interesante consignar que el asistente de San Martín era el puntano Pedro Gatica "leal y temible en el campo de batalla" –según testimonia Olazábal– tan temible como fuera seguramente  su descendiente, muchos años después, en el ring del Luna Park, a quien dedicó hermosos versos el poeta Alfredo Carlino.
Pero más importante  resulta señalar que se cae en grueso error cuando, para homenajear este triunfo militar, cantamos que la bandera argentina "un día en la batalla tremoló triunfal, y llena de orgullo y bizarría a San Lorenzo se dirigió inmortal". No tremoló, evidentemente... porque no existía, pues el país no había declarado su independencia y lo que  estaba en juego en el combate era la reivindicación de los Derechos del Hombre, por nuestro lado y el Absolutismo, por el lado invasor. Por eso nadie  grita, en el combate, ¡Viva la Argentina! sino otra palabrita que irrita a mucha gente, según este testimonio: “El comandante Escalada, con sus milicianos, ocupó el centro de las fuerzas, mandadas por San Martín. Y, al grito de ¡Viva el Rey!, dado por el jefe  de las fuerzas realistas, contestó con el "¡Viva la Revolución!" 
Esto último va ligado a otro suceso importante que comentó, años atrás, el Dr. René Favaloro, citando a  Juan Turrens: "San Martín no tomó rehenes ni exigió rescates, no tomó venganzas y aconsejó no tomarlas, humanizó la lucha […]. Su acción se singularizó por su deseo de encontrar la paz y hacer cesar todo posible  derramamiento de sangre." Efectivamente, José Pacífico Otero relata que  Zabala, el jefe enemigo, se presentó, al finalizar el combate, reclamando víveres frescos para sus soldados heridos, ante lo cual San Martín cumplimentó el pedido y además, "lo invitó a un suculento desayuno, por el cual Zabala quedó profundamente reconocido". Favaloro, sin embargo, erró al considerar que esa actitud provenía de la hidalguía de San Martín pues –sin descontar que la tuviera– fue una actitud política. ¿Cómo podía él ensañarse con un ex camarada, integrante del mismo ejército al cual había pertenecido durante 22 años y del cual se había separado hacía apenas un año y medio? Es mucho más probable que quisiera demostrarle a Zabala que quienes hablaban en nombre de "Libertad, Igualdad y  Fraternidad", procedían fraternalmente, para convencerlo y ganarlo para su causa. Y esto se verifica pues el mismo Otero señala que Zabala se presentó, un año después, a San Martín, en Mendoza, para ofrecerle sus servicios, sumándose así a la campaña liberadora por una América democrática y popular. 
También puede ser útil indagar en quién era Juan Bautista Cabral. Por lo que se sabe era esclavo liberto y negro y es poco razonable suponer que  herido de bala y con el pecho atravesado por un espadón, dijese  "Muero contento, hemos batido al enemigo". Más bien cabe pensar que se haya referido en términos poco amables a la mamá del soldado absolutista que lo atravesó de parte a parte, referencia legítimamente prioritaria respecto al resultado de la batalla, por más patriota que fuese. Por su parte, Fray Gaitán argumenta que Cabral –que, por otra parte, nunca fue sargento, ni siquiera postmortem– convocó a sus compañeros a seguir luchando y que, sólo más tarde, ya agonizando en el convento, pronunció la célebre frase, delante de San Martín, seguramente en guaraní, su idioma natural –especialmente en trance de muerte– y que San Martín, la tradujo al castellano... porque San Martín sabía guaraní, ya que había vivido sus primeros cuatro años en Yapeyú. Claro que Mitre no podía admitir que San Martín dominase el idioma guaraní pues ello lo  descalificaría, según su entender –y hoy todavía el de mucha gente– como para ser Padre de la Patria. ¡Qué tipo poco  "civilizado" sería este Padre de la Patria si además de saber guaraní, decía "odio todo lo que es lujo y aristocracia" y después, quiso batirse a duelo con Rivadavia a quien consideraba una "innoble persona", coincidiendo además con O’Higgins en que "don Bernardino era  un enemigo feroz de los patriotas...y el hombre más criminal que ha producido el pueblo argentino”(Carta de O’Higgins a San Martín, del 16/8/1828) . Cosas de la historia, cosas del mitrismo  y de la discriminación, viejas fábulas que se están cayendo a pedazos.